lunes, 1 de marzo de 2010

Para los frioleros

Domingo por la mañana, mientras desayuno unos churritos cortesía de mi padre, me encuentro con este artículo de Almudena Grandes (sí, otra vez ella) en el que me veo totalmente reflejada. Todos los que me conocéis ya sabéis de mi frío constante, casi hasta en verano, y por lo que parece, no soy la única. Yo también prefiero el calor al frío, ni en los peores días de Agosto me siento paralizada, sin poder moverme, sin ganas de hacer nada como ahora; una duchita, un helado, un abanico me ayudan pero ahora ni dobles calcetines, ni varias capas, ni gorros y bufandas... el frío se me mete dentro y no me deja hacer nada, a veces pienso que hasta me hiela el caracter.


Todos los días hace frío, todas las noches hace todavía más frío.

Ella lo odia, pero no es una novedad. Siempre ha odiado el frío, porque siempre lo ha sentido en unas proporciones asombrosas para la gente que la rodea. ¿De verdad tienes frío?; sí, tengo frío. Pero si no hace tanto; te aseguro que para mí sí lo hace. No te creo; pues te prometo que estoy helada. ¡Qué exagerada!

Toda una vida odiando el frío ha dado para esto y para mucho más. Las ventajas de vivir en un país templado, tirando a caliente, suavizado por la complicidad del Mediterráneo, mimado por la blandura de un Atlántico rendido ya de surcarse a sí mismo, apareja el radical descrédito de los frioleros. En España, quejarse del frío no es prestigioso. Lo que queda bien es quejarse del calor cuando aprieta. Entonces, rodeada de personas sudorosas, agobiadas, que se separan la camisa del cuerpo con la pinza exhibicionista de dos dedos muy bien estirados, y bufan, y rebufan, y maldicen al sol, y a los termómetros, ella nunca abre la boca, pero nadie se lo tiene en cuenta.

En verano, cuando tiene la suerte de mudarse a la playa, aprovecha esos días en los que el levante sopla como si el diablo lo utilizara para atizar con él los calderos del infierno, para ir a hacer la compra a la hora de comer, porque sabe que lo encontrará todo vacío, los supermercados, los aparcamientos, las tiendas más grandes y las más pequeñas. Y entonces, aunque tengan puesto el aire acondicionado a toda mecha, los dependientes, como si no la conocieran, se la quedan mirando y murmuran: ¡Hay que ver!, ¿pero cómo se te ocurre salir de casa a estas horas, con el fuego que está cayendo, chiquilla…? Ella agradece lo de chiquilla, pero no se molesta en explicar lo que le pasa. Lo ha intentado otras veces y siempre ha sido en vano.

No es que no sienta el calor, es que el calor no la paraliza, no la recluye en casa, no le hace sufrir. La molesta, eso sí, pero no le da mordiscos. Y le hace sudar, claro, pero sólo porque los seres humanos sudan, tienen unas glándulas específicas diseñadas sólo para eso. ¿Pasa algo? Nada. A ella, por lo menos, no le pasa nada. Se ducha con agua fría todas las veces que hace falta, y en el instante en que termina de colocar la compra, se pone un bañador y se mete en el Atlántico. Allí, al entrar en el agua, a veces siente una cortina de vapor imaginaria, que se desprende de su piel caliente al disolverse en la fresca bendición de las olas cómplices, piadosas y tiernas como las caricias de un amante.

Lleva toda la vida oyendo que el calor no se puede combatir. Mentira. Basta con colocar un ventilador en el techo, y ni siquiera son tan caros. Basta con encender el ventilador, y desnudarse completamente, y tenderse muy quieta sobre la cama, y cerrar los ojos, y separar los brazos del tronco y las piernas entre sí, hasta quedarse dormida en la mismísima gloria. ¿Que hasta en la gloria se suda? Claro, pero eso es muy poco en comparación con la abrumadora certeza de que los seres humanos tienen una temperatura corporal de treinta y seis grados centígrados y medio.


Lleva toda la vida oyendo que el frío se puede combatir. Mentira. Porque como se le enfríen los pies en el instante de sacarlos de la cama, ya sabe que no podrá calentárselos en todo el día, por más que se ponga dos pares de calcetines, unos gordos y otros más gordos, hasta que se duche con agua hirviendo. Y para una friolera madrugadora, el remedio es peor que la enfermedad, mejor andar todo el día sobre dos témpanos de hielo confinados a los tobillos que salir de la ducha con el cuerpo mojado a las siete de la mañana. Por lo demás, todas las precauciones son inútiles. Antes del mediodía, por muy bien que se haya empaquetado a sí misma, empieza a notar el desvalimiento de sus riñones, después las piernas, las manos, la nariz. Si fuera profesora de aerobic, no le ocurriría, pero su trabajo consiste en estar sentada delante de una pantalla, y el precio de su concentración es quedarse helada. ¿De verdad? De verdad. Soy una mujer de mala calidad, ha intentado explicar muchas veces, tengo el termostato averiado… Da igual. Nadie la ha creído jamás. Sus hijos se parten de risa cuando la ven levantarse, subir la escalera sin otro objeto que volver a bajarla, dar carreritas por el pasillo. ¿Pero qué haces? Entrar en calor. ¡Qué exagerada!

Y este año, de repente, el frío es noticia. Todos los días hace frío, todas las noches hace más, y de repente la gente se queja, protesta, lo maldice. Ella debería agradecer su compañía, pero la verdad es que no los entiende demasiado bien. El frío es el frío, y sólo se parece a sí mismo, no se puede comparar con ninguna otra cosa. Mientras les ve tomar todas esas medidas que siempre les habían parecido tan cómicas en ella, siente la extraña tentación de decirles que no es para tanto. Ella no desea el verano más que otros años. Siempre lo ha deseado por encima de todas las cosas.

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